viernes, 17 de mayo de 2013

La Toga


A veces la distancia se incrementa y trae cierta impotencia cuando uno se acuerda que las cosas están mal “allá lejos” y encima no puedes hacer nada. La soledad se hace un obstáculo mas sólido sencillamente porque uno cree que es el único al que le pasa eso y que nadie puede entender esa carencia. Afortunadamente para mi, estoy rodeada de mucha gente con las que comparto ciertas carencias, entonces el obstáculo se disuelve rápidamente, sin embargo el factor “preocupación” sigue latente, a pesar de cuanta distracción me invente, ahí está, la espinita de “que lejos que están y yo aquí haciendo ésta tonteria que no soluciona nada”.

Quizás porque sea la representación física de mi infancia/adolescencia y de los buenos tiempos, pero adoro a Toga y me encanta lo gracioso que camina, es una salchicha coqueta.

En su época de juventud, fue un poco “perra” en el mal sentido. Una vez llegamos mi madre y yo de un pueblo de sur de Mérida (Pueblo Nuevo), donde estuvimos atravesando las montañas y cruzando ríos que crecieron el triple esa tarde que fuimos a hacer un sancocho (sopa de pollo o gallina con distintos tubérculos y verduras). La cuestión es que llegamos el domingo por la madrugada, exhaustas y con un único deseo que era abrazar las blandas y limpias sábanas de la cama que tan dulcemente nos esperaba. Aún tocaba sacar las bolsas, mochilas, ollas, meter el coche en el garage, pero al abrir la puerta que lo conecta a la casa, nos sorprendió la resbaladiza superficie del suelo que pisábamos, parecía como empapado de aceite, ¿pero cómo?. 


El aceite se guardaba entonces, (ahora ya no lo sé) en un armario que estaba justo debajo del mesón de la cocina, que para abrirlo tenia una puertecita con bisagras y un enganche que la mantenía cerrada y protegía su contenido de las perras, o eso parecía, pero esa noche descubrimos que no. Caminamos a lo largo del pasillo que conecta la puerta principal con la cocina, descubriendo a cada paso que habían rastros de aceite como si “algo” se hubiera deslizado repetidas veces a lo largo del pasillo, a modo de tobogán, y para disipar las dudas en ese preciso momento entraron las perras (Toga y su hija) patinando empapadas en aceite, casi sentaditas sobre el lomo, parecía que lo hacían mientras soltaban carcajadas de felicidad, como si de un parque acuático se tratase. Efectivamente el super poder de la hija de Toga era destruir las cosas a su al rededor. Al llegar a la cocina, había una botella de 5 litros de aceite de oliva brutalmente abierta a mordiscos, apoyada boca abajo en la puertecita del armario, derramando la última gota.


Yo recuerdo haber llorado de desesperación y cansancio. Tres horas echando agua caliente por los suelos de la casa para poder quitar ese pegoste. Amor es... no matarlas al día siguiente. Por suerte que habíamos descansado y desayunado, pero aún así nos tocó dos días mas de jabón y agua caliente. 


Esa es Toga, ingeniosa e “inocente”, yo la asocio a Diana Ross versión perro. Lo único que me entristece es la impotencia que tengo por no controlar su vejez, hacerla lo mas digna posible, porque siempre fue una agradable señora y sería una pena que ahora le toque sufrir sin sentido al final de una vida tan plena.




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